Desde mi celda
Ignorante de lo que ha sido para la muerte
Nunca sé el motivo de mi inacción, mi desidia, mi censura. No quiero tal vez saberlo, por miedo quizá, por abulia, por timidez, por gastroenteritis, no sé, puede que por algo de todo ello. He perdido a un amor que nunca lo fue a pesar de que pudo haberlo sido, justo al encontrarla supe que ya la había perdido, los siguientes cuatro años fueron un largo adiós con lágrimas y desencuentros que estuvieron más que de más, con largas charlas al principio en las que fui feliz no diciendo nada y escuchando a quien nada decía con sus ojos iluminados por lo que parecía felicidad, una escena clásica de película lacrimógena en la que el esforzado romanticismo de la actriz anticipa por obvio el prosaico final. Con sexo agotador por excesivo, por forzado con la ilusoria fe de que la fuerza doblegaría al destino, o a nuestra convicción, y a nuestra nunca expresada aunque compartida voluntad; no hacíamos el amor, luchábamos para matar o morir, de placer, de dolor, de infinita tristeza, de agotamiento. La he expulsado de mi vida, y ella a mí de la suya, como ya sabíamos desde el primer momento, y solo como nunca, solo sin mí siquiera, me desmorono por días y por horas sobre un abismo de negrura y miedo. Temo lo que nunca he temido, lo que ni siquiera imaginé que se podía temer, y me temo a mí, sobre todo a mí. Temo esta inercia de rutina predestinada, este destino impuesto de rutinas inerciales, esta rutinaria inercia que se parece a un destino presagiado. Este retruécano de vivencias semejantes, este tautológico día a día, esta metáfora cansina que se parece tanto a una pesadilla amasada con arcilla de realidad. Me canso de una rutina que tanto esfuerzo me cuesta, me empalaga la melaza putrefacta de mi alma almibarada con llantos de culebrón. Me doy asco y pena y rabia, y con esos ingredientes elaboro un combinado que me bebo a palo seco de un tirón. Cada día, y cada semana, y cada mes y… Total, que aquí estoy, sentado, cansado y triste, amargado, cabreado, deprimido y alterado, sin sueño, sin ilusiones, sin ganas ni desganado, esperando un algo raro, un no sé qué distinto a todo que me obligue a respirar. De nuevo y por vez primera a percibir el olor de tu ruido, a ver el olor de tu saliva, a tocar los colores de tu risa, a escuchar el sabor a brisa huracanada de tus orgasmos agónicos y ahogados. A vivir por un ratito lo que en años no viví, consciente de la breve vida de un amor que nació casi difunto. O tal vez, quizá, no sé, reconocer de una vez que puede que sea mejor enfrentar a pecho abierto este dolor, atreverme a imaginar que es mejor dejar de considerar las ventajas de seguir huyendo como una posibilidad que nace de la cordura de una mente que perdió el juicio cuando una loca triste y lorquiana la sentenció sin misericordia a una pena que no acabará de cumplir hasta que no sepa el delito que con ella expía, sin tregua, día tras día tras día tras...