La señorita Ibsen
El día que murió la señorita Ibsen todo el pueblo supo que por fin había encontrado reposo su alma atormentada. El mayordomo, un viejo negro llamado Wilkins, atendía con esmero y celo profesional a los condolientes que llegaban sin parar, como una pequeña riada, para dar el último adiós a la querida señorita Ibsen. El salón se habilitó como capilla ardiente y algunas de las amigas más allegadas a la difunta se encargaron de preparar algún refrigerio, porque el duelo iba a durar hasta la mañana siguiente, como era costumbre. Fue el dos de Julio de 1840.
Pero todos eran conscientes de que la señorita Ibsen nunca tuvo en realidad amigos, amigos íntimos, confidentes, gente a quien se confía la vida si hace falta. Ella siempre mantenía las distancias y no permitía un acercamiento que pusiera en peligro su inabordable mundo íntimo. Recibía gente en su casa, como todos en el pueblo, pero más por no dar que hablar que por verdadera necesidad de compañía, cumplía el trámite y la dejaban en paz durante una temporada, no la visitaba nadie entre recepciones, y nadie sabía cómo vivía sus días la señorita, siempre encerrada en casa, sin salir ni a dar un breve paseo. Wilkins se encargaba de las compras y de los recados, pero a ella nadie la había visto nunca fuera de su casa. Y ese comportamiento tan inusual en aquel pueblo de gente abierta les llevó a temer que podía estar trastornada.
Cuando joven, la señorita Ibsen tuvo varios pretendientes. Vivía con su padre en la casa y no conoció a su madre, que murió a los pocos días de dar a luz. El coronel Ibsen tenía un carácter insoportable adquirido -o al menos fortalecido- en sus años de militar. Ahora estaba retirado y trataba a su hija como a una sirvienta, casi como a una esclava. Por eso fue rechazando, uno tras otro, a todos los pretendientes que se acercaban a la señorita Ibsen. En aquella época aún se la podía ver en verbenas y en acontecimientos sociales, como bodas o bautizos, siempre acompañada de alguna amiga que contaba con la aprobación del coronel, y con restricciones de horario y movilidad que todos conocían, aunque ella se empeñase en disimularlas. Siempre fue una mujer de dignidad y jamás permitió que el sufrimiento que su padre le ocasionaba se notase en su comportamiento, impecable y exquisito en todo momento. En una de esas verbenas conoció al joven Charles Hobson, un dandy de medio pelo con ínfulas de potentado. Se los solía ver a los tres paseando al atardecer por las calles céntricas del pueblo, conversando con alegría y desenfado, salvo él, que jamás se desprendía de aquel aire altanero con que sujetaba en la mano izquierda los guantes de cuero y la fusta y lucía con ostentación artificiosa su sombrero ladeado y sus botas de montar siempre brillantes.
Cuando se supo que la señorita Ibsen había encargado en la joyería un reloj de plata con las iniciales C.H. grabadas en el reverso, todos se convencieron de que habría boda y anduvieron expectantes a los acontecimientos. Pero un día Charles Hobson simplemente desapareció. Alguien le vio salir del pueblo montando su caballo un anochecer y no se supo de él en mucho tiempo. Las semanas siguientes la señorita Ibsen solía verse menos en público, fue en esa época que el entonces joven Wilkins comenzó a asumir las tareas que hasta entonces realizaba la señorita, mientras ella permanecía en casa. A los pocos meses el coronel Ibsen enfermó gravemente y el médico dijo que nada se podía hacer por él, excepto aceptar la voluntad divina. Era cuestión de días, sentenció. Los pocos vecinos que le fueron a visitar, contaron que habían visto una recuperación en la señorita Ibsen, que tan abatida había estado desde que se marchó el joven Hobson. Cuidaba su aspecto con esmero y sus ojos brillaban alegres. Incluso el día del velatorio del coronel, la gente no pudo dejar de comentar lo bien que le quedaba el vestido negro y lo atenta y segura que se mostró la señorita hasta que su padre fue enterrado.
Pasó el tiempo y los del pueblo se acostumbraron a no ver a la señorita Ibsen. Jamás salía de su casa, se encerró como monja de clausura y su único contacto con el exterior era Wilkins, que hacía todas las gestiones en nombre la señorita, además de la compra diaria, la limpieza de la casa y la comida. No se negaba a recibir a antiguas amistades, pero las trataba con indiferencia, casi con frialdad y, poco a poco, las visitas se fueron haciendo cada vez más raras. Todos tenían el convencimiento de que la señorita Ibsen buscaba el aislamiento y se encontraba mejor en soledad.
Un día, tres años después del entierro del coronel Ibsen, el joven Charles Hobson apareció de nuevo en el pueblo. Aunque tenía un aspecto más maduro, sus modales engreídos no habían variado lo más mínimo. Se dejó ver algunas días por la taberna y se sabía que estaba hospedado en el hotel. Una noche, alguien lo vio entrando en la casa de la señorita Ibsen. Al día siguiente ésta salió a comprar, sonriente y amable con todo el mundo. La última tienda que visitó fue la droguería del señor Auvebury, y fue éste quién contó la conversación que allí mantuvieron.
-Buenos días, señor Auvebury, necesito un veneno potente-.
-¿Cómo de potente, señorita Ibsen, para hormigas, para ratas?
-El más potente que tenga-, su actitud era fría y decidida.
-Pero dígame para qué lo necesita, y así le podré ayudar-.
-Arsénico. ¿Es lo bastante potente?-.
-Bueno, podría matar un elefante con eso, pero la ley exige que cumplimente un formulario con sus datos y que se especifique el uso que se hará de tan peligroso producto.-
La mirada de la señorita Ibsen se volvió de hielo, echó hacia atrás su cabeza y mantuvo sin inmutarse la mirada inquisitiva del señor Avebury. No estaba dispuesta a decir una palabra más. El droguero fue a la trastienda y volvió con un frasco que envolvió en papel de estraza y luego entregó a la señorita Ibsen.
-Creo que podremos hacer una excepción, tratándose de usted-, dijo algo intimidado.
-Envíeme a casa la factura-, replicó ella, y salió sin despedirse.
Aunque todos esperaban de nuevo una boda, lo cierto es que no se volvió a ver al joven Hodson. El criado Wilkins decía que volvió a marcharse sin despedirse y que la señorita estaba muy apenada. Desde entonces, jamás nadie la volvió a ver fuera de su casa. Las pocas personas que la visitaron en los días que precedieron a su muerte, comentaron que estaba envejecida, pero que no había perdido su porte distinguido, el mismo con el que sobrellevó todos los desprecios de su padre hacia sus antiguos pretendientes y que tanto la humillaron. Su pelo cano tenia un matiz ceniciento que le confería un aura de dignidad.
Después del entierro de la señorita Ibsen y ante la desconcertante actitud aterrorizada de Wilkins, que en plena ceremonia comenzó a llorar y dar gritos de poseído y que terminó con una huida alocada, como si fuese perseguido por su propia sombra, y con su suicidio -la misma tarde del día del entierro lo encontraron colgado de un árbol a las afueras del pueblo-, algunos vecinos, encabezados por el alcalde y el comisario de policía, se dirigieron a la casa de la señorita Wilkins. La parte de abajo, donde estaban el salón y la cocina, se hallaba como la habían dejado durante el velatorio. Pero al asomarse alguien a la escalera que daba a la planta de arriba -cuya puerta había permanecido cerrada la noche anterior-, percibió un fuerte olor nauseabundo. Subieron tapándose la nariz con pañuelos a modo de mascarillas y, tras abrir la habitación de la señorita Ibsen y comprobar que no era de allí de donde el olor provenía, derribaron una puerta que había enfrente y que estaba cerrada con llave. Tras sobreponerse a la tufarada de materia descompuesta que les azotó, vieron una habitación que semejaba el nido de amor de unos recién casados: un vestido de novia sobre la cómoda, paquetes que contenían un ajuar completo, regalos sin tarjetas, una cama nupcial y, sobre ésta, un cuerpo de hombre ataviado con un chaqué y un sombrero de copa. Sólo la sonrisa descarnada de su calavera revelaba los años que llevaba el novio en aquella posición estática y perenne. Alguien se fijó en que en la almohada del otro lado de la cama tenía dibujado como el hueco de una cabeza acostumbrada a reposar allí, la levantó un poco y su mirada se clavó en un mechón de pelo ceniciento que había debajo.