Los zapatos nuevos.11
Habíamos dejado a nuestro héroe, Pablo Ramos, saliendo de un hotel discreto y decente en el que se había alojado aquella noche por consejo de su amigo Carlos. Viste un traje azul marino de buen corte y lleva cogido con su mano derecha un maletín en el que, entre otras cosas, oculta una pistola con silenciador que su amigo Carlos, propietario del arma, había insistido en que debía llevar. Pablo se había sincerado con Carlos contándole la historia de los zapatos del hindú y también los pormenores de su vida desgraciada, aunque esto último no hacía falta que se lo dijera porque Carlos lo sabía desde hacía mucho tiempo, más tiempo del que duraba la amistad entre ambos, porque fue Carlos quien, tras leer a hurtadillas algunos de los escritos de Pablo, cometió la estupidez, que tanto habría de lamentar después, de enseñarle esos escritos a don Arturo, en la creencia de que este, al percatarse de la calidad de los mismos, rescataría a Pablo de los sótanos de la imprenta y le elevaría a la condición de escritor; tal vez con el tiempo Pablo vendría a ser algo así como el buque insignia de la editorial y de esa relación profesional nacerían grandes títulos y una merecida fama. De modo que fue su mejor amigo, Carlos Hernández, quien con las mejores intenciones selló el destino desafortunado de Pablo, quien nada supo nunca de aquel suceso. Carlos se dio cuenta de la gravedad de su acción cuando, dos días después de entregarle los escritos de Pablo, don Arturo lo llamó a su despacho y lo recibió con el semblante grave y pensativo que guardaba para los grandes negocios -o las grandes estafas, tanto daba-.
-Siéntese, Hernández, siéntese -le invitó don Arturo con aires tan displicentes y altaneros que conferían a la invitación carácter de orden- Permítame agradecerle ante todo la lealtad que ha mostrado usted para con la empresa entregándome estos papeles que, intuyo, han sido rellenados por el, digamos autor, en momentos en los que le correspondería estar dedicado a sus quehaceres laborales.
-En absoluto, don Arturo…
-De acuerdo, no dudaré de la laboriosidad del señor Ramos. Supongamos que el tiempo dedicado a estos escritos lo ha tomado del que le pertenece fuera de esta empresa.
-Por supuesto, don Arturo…
-Bien, bien, Hernández, no vamos a discutir por menudencias, después de todo Ramos siempre ha desempañado su labor sin tacha y lo que haga con su tiempo libre no es asunto nuestro, ¿no es así?
-Eso pienso yo, don Arturo, y me alegra que usted…
-Ya lo sé, Hernández, ya lo sé, usted y yo estamos, por así decirlo, en la misma onda, ¿cierto?
-Faltaría más, don Arturo, yo no puedo más que agradecerle…
-Sí claro, eso se nota, Hernández, si no de qué me iba usted a traer estos papelotes. Verá, Hernández, he tenido tiempo de leerlos con detenimiento, por curiosidad más que nada, al fin y al cabo me dedico a esto, ¿verdad? Quiero decir que mi trabajo es descubrir buenos escritos para nuestra editorial, quitándoselos de paso a la competencia, por supuesto. Porque nuestro negocio, Hernández, pese a que la gente lo vea como una fuente de cultura y entretenimiento, está sujeto a las mismas implacables leyes de mercado que cualquier otro, que una agencia que representa a boxeadores, por ejemplo, y debe cuidar de ir eligiendo bien los enfrentamientos entre ellos para no quemarlos a todos, por supuesto, pero también para sacarles el máximo jugo durante el mayor tiempo posible. Usted me entiende, ¿verdad?
-Creo que sí, don Arturo.
-Pues eso, que nosotros debemos cuidar de la misma manera a nuestros escritores. Así que, como le decía, le dediqué un buen rato a la lectura de estos folios, y ¿sabe usted a qué conclusión llegué?
-Usted dirá, don Arturo.
-Pues que el material podría ser bueno si al autor no le faltasen arrestos. No se asombre usted por lo que le digo, Hernández, porque ocurre con más frecuencia de la que usted pueda sospechar. Un autor, además de talento, debe tener ambición, osadía, descaro, incluso insolencia, porque el talento por sí mismo solo da a la luz obras para minorías, para intelectuales, y no conozco ninguna editorial que se haya enriquecido vendiendo sus libros solo a intelectuales, ¡qué disparate! Fíjese en Kafka, por ejemplo, no le niego que tuviera talento, eso ni se discute, pero su manera de enfocar los temas, las tramas, eran de lo más deprimente: un tipo que se despierta y descubre que se ha convertido en un abejorro…
-En una cucaracha, creo recordar…
-Lo mismo da, en un bicho al fin y al cabo, y en vez de convertir ese suceso insólito en el inicio de una mutación masiva de la humanidad -a la que acabaría salvando un científico lumbrera que diera con la inyección adecuada- va y deja que el abejorro reflexione, y ya está, como si las reflexiones de un abejorro interesaran un pimiento al lector de verdad, no a los intelectuales esos que son capaces de tragarse de una sentada dos mil páginas leyendo lo que le ocurre en un día a un tipo de Dublín, sino al verdadero lector de nuestros libros, ¿me comprende?, al lector que quiere una presentación, un nudo y un desenlace, y no pajas mentales de un ser que ni siquiera es humano, ¿me explico?
-Creo que sí, don Arturo, usted habla…
-Yo hablo de ganar dinero, ¡coño!, y con este tipo de escritura -y sacudió los folios que tenía en la mano como si quisiera espantar moscas- no lo vamos a conseguir. ¿Está claro, Hernández?
-Muy claro, don Arturo.
-Entonces usted y yo vamos a hacer un trato. Usted nunca le comentará a nadie la existencia de estos escritos. A cambio, le nombraré entrenador personal -por así decir-de este púgil novato y lo irá preparando, cambiándole el estilo para adaptarlo a nuestras necesidades editoriales, pero nunca antes de que yo le de la orden ¿Queda claro?
-Cristalino, don Arturo.
-Una advertencia, Hernández, sé que hace poco volvió usted de Londres y que trabajó allí como detective privado. Ha llegado a mis oídos que es usted un tipo muy capaz y que los tiene bien puestos. Pues como se le ocurra romper nuestro pacto haré que su deslealtad llegue a oídos de alguien al que usted aprecia y teme por igual.
-Ah, ¿si? -y aquí asomó en Carlos la sonrisa socarrona de su temperamento-, ¿ y se `puede saber de quién se trata, don…Arturo? -la sonrisa valentona se acentuó en su rostro.
-Faltaría más. Se trata de sir Alfred Whitehead, su jefe en Londres e íntimo amigo mío.
La sonrisa se borró del rostro de Carlos Hernández con la rapidez de la bofetada que don Arturo le propinó. Y Carlos era un experto en verlas venir de lejos, pero solo las físicas. Un cabrón sin escrúpulos acababa de noquearlo. Cada día se aprende algo, y casi siempre doloroso, pensó Carlos entre enojado y contrito, aunque con cara de póquer. No iba a permitir que aquel alfeñique presuntuoso se deleitara mirando un rostro perplejo por un miedo momentáneo. Que le divirtiera su puta madre.