Frente a la puerta de su piso, nuestro hombre, Ramos, el del traje raído (incluida, eso no se ha mencionado, la ropa interior), estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios, no estaba preparado para mantener una charla con su mujer, una conversación seria y serena, aunque el deterioro de su matrimonio la iba haciendo más necesaria según pasaba el tiempo, imprescindible a esas alturas, pero el pánico que sentía a una confrontación con su esposa le hicieron dilatar el encuentro inevitable todo lo que pudo. Pero ahora los zapatos parecían haber tomado aquella determinación por él.
Como era impensable salir huyendo, tocó el timbre. A los pocos minutos una mujer de pelo alborotado y ojos hinchados y somnolientos enfundada en una bata pálida y remendada abrió la puerta. Sus ojos recobraron la viveza de repente y su mandíbula descolgada le dio un aire de estúpida tal vez injusto.
-Pero, Pablo, ¿qué haces tú aquí? ¿ha pasado algo en la editorial? -parecía hacer un esfuerzo por conservar la calma mientras preguntaba.
-No, es que... es que... bueno pues he pensado subir a ver cómo estabas.
-Me lo tomaría como un cumplido, pero ¿desde cuándo me haces tú cumplidos?
Desde que te conocí, mi vida, pensó Pablo para sí. Desde el día que tu padre nos presentó y yo te besé la mano aun a riesgo de parecer un cursi, pero fue un gesto totalmente sincero. Con ninguna otra mujer lo habría hecho. Claro que por ninguna otra mujer había sentido lo que sentí por ti en un instante como un rayo, una décima de segundo que sentenció mi vida.
-Pareces raro, hoy. ¿No habrás perdido el trabajo? -puso cara de angustia.
-No, por dios, no es eso, te lo juro.
La situación era incómoda, con ellos a ambos lados de la puerta parecían un vendedor y un ama de casa reacia a comprar. Él intentó con todas sus fuerzas salir de allí, correr escaleras abajo, pero los zapatos no se lo permitían, así que decidió acelerar lo inevitable.
-¿Te importa que pase? -preguntó casi titubeando.
-Faltaría más. Es tu casa, ¿recuerdas?
Los zapatos se dirigieron hacia el sofá y él no tuvo más remedio que sentarse. Blanca se acomodó a su lado. Ahora venía lo peor porque algo tendría que decir para justificar aquel comportamiento atípico. Peort aún, lo asaltó la idea de que hasta que no dijese lo que tenía que decir los zapatos no le dejarían marchar. ¿Qué otro propósito podía tener aquel calzado que le obligaba a ir adonde menos le apetecía?
Sentado en el sofá junto a su mujer por vez primera en muchos años nuestro hombre, nuestro héroe o antihéroe, Pablo se vino abajo. Lloró sin consuelo lágrimas que se arrepentían y que pedían perdón, lágrimas de amor y de desconsuelo por no saber comunicar y dar valor a ese amor, lágrimas de tristeza y de impotencia acumuladas desde el matrimonio con Blanca. Cuando se quedó sin lágrimas gimió y después gritó y a punto estuvo de montar un escándalo si Blanca no lo hubiera acallado más con susurrros y carantoñas que con razones. Pablo nunca había atendido a razones porque presuponía que eran argumentos fascistas que coartaban la legítima libertad de expresión del hombre.
Un conflicto vital que afectaba sus creencias y su moral. Estaba casado con la heredera de una gran empresa y por sí solo eso bastaba para convertir su vida en un infierno. Pero la pura verdad es que él estaba enamorado hasta las entrañas y nunca, ni Blanca ni tampoco su familia se habían interpuesto en un matrimonio socialmente desigual. Enfadado con la vida por no adaptarse el cliché d su ideología, Pablo siempre había vivido un conflito existencial que lo consumía y solo lo soportaba por el amor que le profesaba a su mujer. Con los amigos y compañeros de partido fue cortando lazos poco a poco, incapaz de sosener una lucha de clases estando casado con un miembro destacado de la clase enemiga.
Un conflicto que se disolvía cada tarde al llegar a casa y abrazar a la mujer de sus sueños. En ese instante no existían para él clases ni lucha ni dialéctica de la historia. Solo el perfume acogedor de
Blanca Portillo y Sáez Habsburgo.