A medida que avanzaba su convencimiento se hacía más fuerte. Tenía en mente todo lo que le diría a su suegro. Reproches, recriminaciones, acusaciones con o sin fundamento se atropellaban en su furia por desahogarse con quien había sido el causante de que Blanca no hubiera tenido la vida que se merecía. En su obcecación olvidaba que todo había sucedido con el consentimiento de las partes, incluida Blanca, que no hubo engaño ni traición por parte de don Arturo, quien se limitó a advertirle de las posibles consecuencias de su unión con Blanca. Pero en la mente de Pablo Ramos solo existía la imagen de la cara socarrona de don Arturo al hacerle aquella advertencia, y la de todos aquellos años desperdiciados en un puesto que debió haber dejado atrás hacía mucho para ocupar otro más adecuado a sus capacidades y su conocimiento exhaustivo del mundo editorial, un puesto que le habría proporcionado a Blanca el estatus que se merecía, que la habría devuelto al teatro de las vanidades donde -muy a pesar de las creencias de Pablo- ella sabía y debía reinar y al que había renunciado -solo ahora era dolorosamente consciente de ello- por un matrimonio con un simple corrector. Era injusto que don Arturo hubiese permitido aquello, que no hubiese ejercido su influencia para ir subiendo de puesto a Pablo hasta ponerlo a una altura en la que Blanca se sintiese cómoda con sus amistades de siempre, con el entorno de su padre sin tener que avergonzarse de su precariedad ni de sus necesidades.
Iba llegando a la editorial cuando sintió un intenso dolor en los pies. Al principio no cayó en la cuenta, pensó que serían los nervios, pero enseguida el dolor aumentó y no pudo eludir el hecho de que eran los zapatos que le apretaban con furia. Se detuvo y el dolor aflojó. Volvió a caminar en la misma dirección y el dolor adquirió una virulencia que lo obligó a sentarse en el escalón de un portal. ¿Qué querían aquellos malditos zapatos de él? El hindú había dicho que solucionarían sus problemas, pero él pensaba que más bien lo estaban jorobando más. Pero al tomar la decisión de ponérselos adquirió sin ser muy consciente de ello un compromiso con el porvenir. Lo que tuviera que ser, sería, y sería debido a aquellos zapatos. De acuerdo. Se levantó y dio unos pasos en la dirección que llevaba. El dolor casi le hizo caer. Se dio la vuelta y repitió la acción. No sintió nada, así que continuó caminando en la dirección opuesta.
Decidió relajarse y permitir que los zapatos lo guiaran. A partir de ahí todo fue mucho más fácil. Dejó de pensar y se limitó a dejarse llevar. Era una sensación agradable. Recorrió calles sin ser muy consciente de por dónde iba, giraba a la derecha o a la izquierda al albedrío de los zapatos, sin importarle mucho o poco. Por primera vez en muchos años se sintió libre, no tenía que decidir, y sobre todo no le pesaban las posibles consecuencias de sus decisiones. Era como flotar, nada era responsabilidad suya.
Hasta que se detuvo. Miró con atención y tuvo un sobresalto. Estaba frente a la tienda del hindú. Entró sin esfuerzo -los zapatos se lo permitieron- y reconoció la cámara principal de la tienda. ¿A qué demonios lo habían llevado los zapatos allí? Iba a gritar, indignado, el nombre del hindú, cuando creyó oír unos murmullos que provenían de una de las cámaras aledañas. Se acercó con cautela a una cortina floreada que daba paso a otra estancia. Se dispuso a escuchar.
-No era esto lo que pactamos, maldito indio -dijo una voz conocida en susurros.
-Pero, efendi, yo no podía saberlo.
-¿Cómo que no? El trato era que él nunca supiera nada. Nunca tuvo que estar aquí, ni mucho menos adquirir esos zapatos. ¡Eres un farsante!
-No, efendi, por favor, no se enfade. Le juro que lo solucionaré, recuperaré los zapatos y todo será como siempre usted ha querido. Aún recuerdo el día en que le vi entrar preguntando por un remedio que arreglara el futuro y...
-¡Cállate, indio! Hablas demasiado y nunca se sabe quién nos puede escuchar.
En ese momento un zapato de Pablo resbaló e hizo un ruido crujiente que sin duda fue oído en la sala tras la cortina. Pablo corrió cuanto pudo, ganó la puerta y salió a la calle donde corrió y corrió sin norte ni destino.
Solo cuando se creyó a salvo paró a respirar y se dio cuenta de varias cosas: los zapatos no le habían marcado el camino mientras corría y don Arturo y el hindú tenían un pacto desde hacía mucho tiempo. Y algo había trastocado los planes de don Arturo.