Los zapatos nuevos.8
Se sentó en el escalón de entrada de un portal y trató de concentrarse en la conversación de don Arturo con el hindú. Al parecer tenían un acuerdo desde hacía tiempo que el hindú, al permitir que Pablo se llevara los zapatos, había roto. Tenía que descubrir aquella trama que tenía pinta de amenazar su matrimonio con Blanca. Se levantó e intencionadamente caminó hacia una cafetería cercana. Los zapatos no se opusieron. Giró en redondo y tomó la dirección contraria con el mismo resultado. Aquellos zapatos parecían haber perdido el poder de guiarlo, como había supuesto Pablo. Se dirigió entonces a la editorial, sabiendo que no se encontraría con don Arturo. Subió al tercer piso y alcanzó su despacho. Tras contestar algunas misivas internas a vuelapluma abrió una pequeña caja fuerte disimulada tras un anaquel de la estantería descuadrillada que apoyada en la pared conseguía sostenerse repleta de archivos y papeles de todo tipo. Sacó una carpeta repleta de folios mecanografiados y la introdujo en un maletín astroso que debía de ser muy viejo.
Había compañeros trabajando que lo saludaron pero él no devolvió los saludos y aquello extrañó a sus colegas, acostumbrados a la complacencia y a la sumisión de Pablo Ramos, el yerno del jefe, la mofa de la plantilla, el paria, el exiliado a la pobreza junto a su mujer por don Arturo Mansel por haber cometido la osadía imperdonable, el agravio hiriente de quererse por encima de distancias sociales y futuros apañados de antemano, por haberse casado por las buenas tras amenazar con hacerlo por las malas. Un chantaje que humilla y jamás se olvida.
Había un buen trecho hasta la mansión de Blanca Doménech, suegra de don Arturo y abuela de Blanca, su mujer, pero hacía un día bueno y decidió ir caminando. La señora Doménech intervenía poco en los negocios familiares, es decir en la editorial, desde que su yerno se hizo cargo de la dirección de la empresa. Sin embargo, mientras vivió su marido, fundador de la empresa y verdadero artífice de su crecimiento, ella colaboraba estrechamente con él, sobre todo en la lectura y selección de nuevos textos para publicar. Siempre había sido amante de la literatura y tenía olfato para los nuevos talentos.
Llegó más o menos a la hora de comer, así que tras ser anunciado a doña Blanca, ésta, tras reponerse con elegancia de la sorpresa que aquella inesperada visita le causaba, lo invitó a compartir mesa con ella. Pablo se lo agradeció sinceramente ya que se sentía famélico. Durante la comida y tras las primeras frases de tanteo doña Blanca comprendió que algún suceso importante o una determinación súbita había dotado de entereza el carácter más bien apocado de Pablo.
-¿Sabe tu mujer que has venido? -preguntó sin mirarlo a los ojos.
-No.
-¿Lo sabe Arturo?
-No, que yo sepa.
-Mira, Pablo, permíteme que sea franca, no recuerdo haber mantenido una conversación contigo desde que os casasteis Blanca y tú, siempre he supuesto que debido a tu timidez o bien a tu aversión a las clases pudientes (que incluye a cualquiera que tenga más dinero que tú, más o menos a casi todo el mundo) y hoy te presentas en mi casa a espaldas de tu mujer y de tu jefe, mi yerno, con una decisión y una seguridad en ti mismo que ya las hubiera querido para sí Humphrey Bogart en su primera película con Lauren Bacall. ¿Me vas a decir qué está pasando?
-No puedo decirle qué está pasando, señora Doménech, porque todavía no lo sé. Pero sí puedo asegurarle que algo va a pasar, algo de gran importancia al menos para su nieta y para mí. En cuanto disponga de más detalles será la primera persona en saberlos. Y ahora si me disculpa -dijo al tiempo que se levantaba casi con brusquedad- tengo que seguir este camino para llegar a un final cuanto antes. Ya ha esperado su nieta bastante tiempo por culpa de mi cobardía.
-Vaya, Pablo, qué impetuoso -dijo doña Blanca sonriendo. ¿Puedo saber al menos cuál será tu siguiente paso, hijo?
-Está dentro de esa vieja cartera que he dejado en el recibidor. Es para usted. Disponga de su contenido como le dicte su corazón.
Pablo besó la mano que le tendió Blanca Doménech y se retiró con prisas, pero también con el aplomo justo para no perder la compostura.
Blanca Doménech, la matriarca de la familia, abrió la cartera en cuanto se la acercó el mayordomo y sacó el fajo de papeles. Los puso sobre la mesa y leyó lo que parecía un título o una presentación:
“Diez novelas, cien relatos, mil poesías”
Por Pablo Ramos Nieves