La gente suele ser bastante previsible, excepto quizás algunos locos -entre los que me gusta creer que me encuentro: nada me aterra más que la rutina-; por ese motivo quienes dedican tiempo y constancia a estudiar el comportamiento de las personas, sea por vocación científica -Desmond Morris, Viktor Frankel- o por malsana curiosidad -un servidor- pronto aprenden a prever cómo se desenvolverá un individuo ante una situación específica que desencadene en él determinados estímulos. De esa manera, apelando a los conocimientos que había ido acumulando tras años de observaciones y fisgoneos, pude exponer ante los oídos de mi antiguo compañero de universidad y entonces jefe de un departamento del ministerio del Interior, el inspector Legrá, todo un aparato de mentiras lo suficientemente enrevesado a la vez que salpicado de argumentos de tan intachable verosimilitud legal (la ambigüedad de nuestras leyes o la de su interpretación jurídica como fundamento de derecho para hacerlas valer en cualquier instancia de su jurisdicción es una falacia tan cojonuda e inapelable que nadie que lo sepa -pocos- considera importante que la misma mentira estaba en la base de los principios ideológicos del movimiento nacionalsocialista que, con Hitler a la cabeza, alcanzó el poder político tras los comicios celebrados en la Alemania de 1933) que conseguí, como ya tenía previsto por anticipado, un pasaporte que me permitiría viajar a Florida. (Legrá no hizo preguntas, bendito sea, pero en su mirada furibunda aún veía yo rescoldos de aquel antiguo fuego que le incendiaba cada vez que mi presencia le obligaba a recordar el affaire que un día aciago tuve con la puta de su santa, expresión esta por la que me disculpo ante ese feminismo que convierte la lengua en arma fundamental del machismo para manipular y, en última instancia, someter a la mujer -no sé si la explicación suplicatoria aclara o enturbia la intención que la sustenta.- A cambio de mi silencio, que le garantizaba la ausencia de conexión de su digno nombre con el adjetivo 'cornudo', me hacía, de tanto en tanto, algún que otro favor, así que pueden ustedes sustituir el argumento nuclear de mi anterior digresión sobre la previsibilidad de la naturaleza humana basada en la perseverancia en la observación por otra que se sustente en el miedo al ridículo.) Y también pueden, si así lo creen conveniente, quizá tras una piadosa reflexión que sustituiría empáticamente ese primer y furibundo impulso de cerrar el libro de un golpetazo -no así el portátil ni aparato electrónico alguno, ya que el libro no suele romperse- explicarle al autor de lo arriba expuesto, y no a mí, personaje principal y loco, qué cojones ha querido decir con tan inacabable y parentética parrafada, tan innecesaria para el relato como para su incapacidad de comprensión de lo que escribe y, por extensión, para su pretendida solvencia como narrador. Ay, Dios, ¿me concebiste para ser humillado? (Ignoro, como personaje, si me dirijo al Creador de Todas las Cosas, o al autorcillo de esta bufonada; ignoro incluso si ambos son el Mismo; qué putada, tú, sufro como un humano.)
Durante el vuelo traté de poner orden en mis pensamientos, en la medida en que nos es posible a los locos establecer una ordenación mental, que de ser completa y verdadera nos revertiría -Dios no lo permita- a la condición de cuerdos. Si no me equivocaba ni olvidaba dato alguno tenía hasta ese momento las siguientes piezas de un puzzle muy incompleto: a) Un interno nuevo, alias El Cornucopia, cuyas intenciones criminales sobre mi persona no dejaban lugar a dudas; b) una detective asesinada, Madison MacCoy, que sin embargo, a mi parecer siempre cuestionable y por tanto cuestionado, vivía, y que me había visitado en el manicomio con el fin de prevenirme sobre el peligro que corría mi persona; c) Mi hermano gemelo Maximilian, cuyo nombre aparecía en el expediente del Cornucopia que guardaba su abogado y cuyo papel en aquella historia era una incógnita para mi, una incógnita y un peligro aún más grave que el del Cornucopia, habida cuenta de los antecedentes de Mad Max en términos de comportamiento con la sociedad en general y conmigo en particular.
Como por algún lado había que comenzar -porque si no me movía era hombre muerto, algo que solo inmutaría a un par de feministas obsesionadas con la lengua como instrumento y arma de la manipulación machista, o solo con la lengua como instrumento, y dejémoslo así- había decidido hacerlo con una visita a la supuesta Madison MacCoy, para verificar entre otras cosas que se trataba realmente de ella y no de una impostora contratada por el supuesto cerebro de toda aquella trama, porque la vida descarriada que había escogido para mí el puñetero destino me había enseñado, entre otras muchas cosas de poco provecho, excepto para quien se mueve en las cloacas de la sociedad, que toda trama tiene necesariamente un cerebro, al contrario de lo que ocurre con algunas empresas, muchos colectivos reivindicativos y con la totalidad de los partidos políticos (o el conjunto de los ciudadanos y ciudadanas que dedican, por vocación y sin interés lucrativo, buena parte de sus vidas al servicio del conjunto mayor de ciudadanas y ciudadanos que, por desinterés o ausencia de ánimo, deciden delegar en el primer conjunto la tarea de fingir que defienden los intereses del segundo, dando ambos conjuntos por supuesto que consienten en dar por bueno tal fingimiento para que no empeoren las cosas y nos quedemos como estamos, virgencita.)
Una voz nasal y entrecortada anunciando el inminente aterrizaje me sacó de mis pensamientos y también de mi sueño, ya que tanto pensar me había pasado factura -como me repetía siempre que el azar o la hora de terapia nos hacía coincidir en un mismo espacio un psiquiatra a quien por algo apodamos 'el Contable'- y me había quedado frito como un calamar.
Un cielo azul iluminaba el interior del avión a través de las diminutas ventanillas. Un niño no paraba de llorar. Oscuros augurios acongojaban mi alma. El avión aterrizó de mala manera y a los berridos del niño se sumaron los del resto de los pasajeros. Cuando por fin salió de la pista, ya equilibrado y rodando con segura parsimonia, un tufillo a mierda inundó su interior. Mi claridad mental, aún algo oxidada por falta de uso, me impedía relacionar aquel olor con las caras agrias de los pasajeros que se alejaban de mí atropelladamente.
Jodidos pilotos.