A pesar del estruendo de los aplausos Roger podía escuchar el golpeteo acelerado de su corazón dentro del pecho. El sudor le regaba las sienes y la frente, cayéndole sobre sus ojos en gruesas gotas que los irritaban al mojarlos y hacían que tuviera que limpiarse continuamente con la manga de la chaqueta para que el escozor no le mortificase. Oía también las risas del público, que juzgaba un poco exageradas para la calidad más que dudosa de los chistes que había contado en su actuación, la segunda de la noche, el telón descorrido dos veces (otras tantas en la primera actuación) para un último chiste cada vez, a petición del público -cautivado más por la genialidad del showman que por el contenido del show-, que esa noche – como cada noche del último mes- se portaba como sólo se había atrevido a soñar Roger en sus delirios megalómanos causados por las borracheras ludópatas, cuando una máquina del millón dadivosa o no tan esquiva como de costumbre o una ruleta benefactora le hacían imaginar un futuro de éxito en los más afamados casinos, contratado como estrella para las funciones nocturnas, con actuaciones gloriosas y veladas interminables de juego.
Con los ojos fijos en un punto concreto de la sala, haciendo pantalla con la mano derecha para evitar que le deslumbrase el foco que le iluminaba y le individualizaba encima del escenario, Roger intentaba atravesar con la mirada la oscuridad que inundaba el resto del local, en busca de una forma concreta que estaría tras aquella ciénaga de humo y de carne. Encontró lo que buscaba, una figura de hombre apenas insinuada al fondo de la sala por una tenue luz que mostraba la salida de emergencia. Estaba sentado y no se había quitado el sombrero; y le observaba, Roger podía sentirlo y su corazón latió con más violencia dentro de su pecho. Apoyaba el brazo derecho sobre la mesa y su mano se cerraba en torno a un vaso con hielo al tiempo que sostenía un cigarrillo entre los dedos índice y corazón. Roger esperaba, contando los latidos y las gotas de sudor -cayendo ahora sobre su mano en visera-, mordiéndose nervioso el labio superior, que ya sangraba por un pequeño desgarro y contrayendo los músculos de la cara en una mueca de angustia. Se tensó todavía más cuando vio que la figura se levantaba y se quedaba parada de pie, ahora más definida pero sin ser aún nítida; había retirado con lentitud exasperante la mano del vaso y de la mesa, elevándola un poco por encima de la cintura, sin separar del todo el brazo del cuerpo, y la había dejado así más expuesta a la luz apagada, mostrando un dorso huesudo y cubierto de vello negro, un anillo de oro en el dedo anular con un enorme brillante engarzado y un muñón de feo aspecto donde debería estar el meñique. Cuatro dedos –o más bien tres y el muñón- iniciaron un movimiento de repliegue sobre la palma mientras el pulgar se extendía y quedaba en posición horizontal, dejando el brazo en una postura similar a la que adoptaban los césares romanos para dictar en el coliseo la sentencia condenatoria o absolutoria sobre el gladiador exhausto que ya había sobrevivido a un trance de muerte en la arena para enfrentarse después a otro más caprichoso y esquivo, contra el que no se podía luchar, que provenía de aquella augusta mano. Así como de ésta esperaba Roger también el veredicto, igual que un gladiador, en medio del escenario, triunfador en su batalla contra el público y ajeno a los aplausos entregados de éste, al humo, al olor intenso a carne sudada, pendiente sólo de aquella mano, con la mirada turbia por el sudor que ya no secaba con la manga porque ahora ni lo sentía, los ojos pues irritados y llorosos, tal vez por el picor, aunque también por el ansia y el miedo. De repente, un giro rápido de aquella muñeca que Roger contemplaba expectante dejó el pulgar en posición vertical, apuntando al techo. Era la sentencia absolutoria. Roger se destensó de golpe, se aflojó y lloró, ahora con lágrimas sinceras, respirando aliviado, inclinando su cuerpo, para relajar por fin los músculos, como en una reverencia, con la cara tapada por las manos, tratando de contener el llanto y de mantener algo de
dignidad ante el público, que aplaudía con más entusiasmo al confundir con agradecimiento reverente el gesto de alivio de Roger. Otro día de vida le había sido concedido. Cuando se enderezó la figura ya no estaba. La vería de nuevo la noche siguiente.
-Genial, Roger, -le dijo Freddy, el propietario del local, en el pequeño rincón que hacía las veces de camerino y donde Roger se estaba secando el sudor con una toalla húmeda. –Cada noche logras superarte. No sé, chico, confieso que te creía acabado. Que el juego te estaba arruinando la vida, pero un ángel te debe haber salvado. En el escenario pareces Bob Hope. Eres genial, seduces al público como nunca te había visto, te lo metes en el bolsillo. Sigue así, tío, nos vamos a forrar. ¿Has visto cómo estaba el local?. No cabía un alma. Pasa luego por caja y te doy tu parte. Y sigue sin jugar.
Seguiría sin jugar, de eso no había duda, dónde iba a jugar en esa ciudad, vetado en cada local de apuestas clandestinas, en cada salón de juego, en cada casino. Sin posibilidad de viajar a otra, vigilado, controlado por ellos. Amenazado de muerte por no poder afrontar la deuda que había acumulado y que le pesaba como un bloque de cemento, idéntico al que le fabricarían a medida para sus pies y con el que le enviarían al fondo del río, donde no sudaría más ni se le aceleraría el pulso, donde no le aguardaría cada noche la mano enjuiciadora indicando con el sentido de su pulgar si la actuación de Roger había sido lo bastante buena para demorar el cumplimiento de su sentencia un día más. Un nuevo día de interminable agonía, de frenético trabajo contra el reloj para tener listo un nuevo repertorio de chistes y chascarrillos, de agudezas y anécdotas y juegos de palabras y frases ingeniosas que usaría por la noche en el local de Freddy, ante un público cada noche más exigente y al que no tenía más remedio que hacer reír sin parar, entretenerlo hasta hacerle olvidar para qué había acudido allí, sobre todo al hombre del fondo con la figura oscura y tranquila, expectante e inmóvil, que cada noche evaluaba su trabajo y juzgaba a su conclusión la calidad del mismo, señalando con el pulgar hacia arriba para indicar que había sido de su agrado, que se le concedía a Roger un día más entre los mortales. Algún día –era inevitable- señalaría hacia abajo, invirtiendo con un ligero cambio de gesto la suerte de Roger, rechazando por insuficiente su actuación, haciéndole saber que esa noche no habían tenido gracia sus chistes y ocurrencia, que no había conseguido divertir como de él se esperaba, comunicándole la inminente ejecución de su sentencia de muerte.
Ya casi ni recordaba el día que jugó por última vez. Hacía tal vez un mes, no mucho más. Estaba delante de una máquina tragaperras que esa noche –como tantas otras- se mostraba insinuante y esquiva, atrayente y huidiza, como una mujer coqueta sabedora de su encanto. Colocaba sus últimas monedas en la rendija cuando se le acercó un tipo trajeado que desprendía un fuerte olor a colonia. Era uno de ellos, lo reconocía por el olor y por el traje, que constituían su tarjeta de visita inequívoca, la de todos ellos. Con un susurro y un leve gesto le instó a que le acompañase. Roger salió tras él y se dirigieron a una limusina negra y brillante, que reflejaba el neón del local y parecía así una sala de juego también, no menos grande que la reflejada. Le abrió el tipo la puerta trasera y le invitó a subir. Roger se acomodó en el amplio asiento.
-Buenas noches, Roger-. La voz aguda, casi cómica en aquellas circunstancias, provenía del hombre sentado en el asiento de al lado y cuya cara Roger no podía distinguir, pero que imaginaba rasgo a rasgo, por esperada, por temida. –Veo que tu apetencia por el riesgo supera con creces tu instinto de supervivencia y eso suele ser perjudicial para la salud, sobre todo cuando uno está sin blanca y el importe de su deuda, querido Roger, se eleva a una cantidad varias veces mayor que sus ingresos anuales en sus mejores años, que ya pasaron hace mucho, ¿no es cierto, Roger?-.
Era, por desgracia –pensó Roger-, muy cierto, pero nada había podido hacer al respecto, excepto seguir endeudándose en una insensata búsqueda del golpe de suerte que le sacase de aquel apuro y que nunca había llegado. Sólo un tremendo golpe de suerte podía salvarle el pellejo y lo había perseguido con desespero y en vano. Ahora le tocaba rendir cuentas, lo sabía y lo esperaba desde hacía semanas, y no estaba sorprendido, ni siquiera asustado, sino más bien aliviado.
-Anoche fui a buscarte al tugurio donde actúas. Con la intención, Roger, de invitarte a dar un paseo por la ribera del río. Sin embargo me quedé un rato viendo tu actuación, tenía curiosidad por saber en qué estado de decadencia se encontraba mi antaño cómico favorito. Porque eso eras tú para mi, Roger, antes de que te convirtieras en un despreciable obseso del juego, en un perdedor que no paga sus deudas de juego, las más sagradas para un hombre, como deberías saber. Yo te admiraba, Roger, tenías talento y hasta te hubiera buscado un padrino que te lanzase a la fama, al estrellato; Hollywood y todo eso, pero me decepcionaste, Roger, te convertiste en lo que más odio en este mundo, caíste en mis redes, en el engaño pérfido del juego. No lo esperaba de ti, siempre te juzgué diferente, pero siempre se te dio bien joderla. Y la jodiste. Pero anoche, Roger, volví a ver en ti al cómico genial de aquellos tiempos. No en su totalidad, claro está, pero si en algunos destellos que me hicieron recordar tu genialidad. Me di cuenta que lo hacías por necesidad, Roger. No de dinero, o no solamente de dinero, sino también porque necesitabas aferrarte a algo seguro para no caer del todo en el pozo de mierda a que te aboca tu vicio. Eso lo vi en tus maneras desesperadas. Y lo único de lo que siempre has estado seguro es de tu talento como cómico. Comprendí que realizabas un gran esfuerzo para sacar los últimos restos de genialidad que aún conservas, Roger. Y eso me divirtió. Así que pensé que podías seguir divirtiéndome, después de todo divertir era tu profesión antes de que empezaras a jugar. ¿Sabes Roger?, te voy a proponer otro tipo de juego y a lo mejor, si juegas bien, consigues salvar la vida. ¿Has leído por un casual los cuentos de las mil y una noches?. Oh, lo siento, olvidaba que los artistas ludópatas no tenéis tiempo para leer. Pero yo te recomiendo encarecidamente que lo leas, Roger, porque en ello te va a ir la vida. Yo seré el rey y tú serás Sheherazad. Nos vamos a divertir mucho,...mientras dure, por supuesto. Y habrás de procurar que dure lo suficiente, porque sólo así lograrás salvarte, como hizo la princesa. Para conocer el juego tendrás que leer el libro. Y recuerda que es sólo un juego, Roger, así que no debes estar asustado: seguro que te gustará-.
De aquel encuentro hacía ya un mes, más o menos. Y desde entonces no había vuelto a pisar un casino ni a probar suerte con las tragaperras. Tampoco había pagado la deuda, no tenia con qué y además no se la habían exigido o no al menos en dinero, pero sabía que pagar, pagaría. Y sería con su vida, llegado el momento, que él procuraba retrasar todo lo posible. Había comprado y leído atentamente el libro de "Las mil y una noches" y había comprendido el juego que le pedían que jugase. Habían transcurrido unas treinta noches desde que empezó aquel juego, y hasta ahora iba aguantando, había conseguido cada noche una moratoria de un día para la ejecución de su sentencia, la gracia de un día de vida que debía renovar cada noche para demorar otras veinticuatro horas la entrega al río de su cuerpo cada vez más delgado, más seco y enjuto por la falta de alimento –no había tiempo para alimentarse-. Ahora sí estaba asustado, y extrañamente excitado. Había captado a la perfección el juego arrebatador de la princesa, con la que se había identificado íntimamente, y de la que había aprendido, de tanto leer las historias que le cuenta al rey en el libro, el astuto arte de la demora de las promesas, de la recompensa retrasada, del engatusamiento falaz y siempre peligroso para el engatusador, trucos de jugador experimentado que juega narrando. Ahora se dedicaba por entero a tejer cada día sus propias narraciones -a preparar sus envites-, de manera obsesiva y cada vez más arriesgada, forzando los chistes y las paradojas, jugando al límite -buscando ya el farol-, sabiendo que estaba cerca del punto en que su humor ya no sería premiado con risas y aplausos, por espeso, ácido o erudito -el punto en que su envite sería torpe y su farol descubierto-. Aprendió a engatusar, aunque no sabía hasta cuándo –su ingenio se agotaría antes que el de Sheherazad, eso seguro-, al hombre de la figura oscura y el sombrero que cada noche se sentaba al fondo del local y que al término de la actuación del cómico extendía su mano derecha, mostrando el anillo y el muñón, para señalar con el dedo pulgar en alguno de los dos sentidos. Y era ese momento el que Roger esperaba con verdadera excitación de ludópata, el del movimiento de la muñeca para apuntar con el pulgar. Era, lo sabía, como jugar a la ruleta rusa; pero era un juego al fin y al cabo. Y eso le bastaba. Hasta que el día que ganaba cada noche le pareciera demasiado tiempo entre cuento y cuento. ¿Qué sería entonces de él, que nunca soportó el síndrome de abstinencia?