Sin techo, sin lecho
Estar solo no es igual que estar sin ti
Un día llegó a casa y se instaló en mi vida sin preguntar. No hablo de mudanzas al uso, cuadros, floreros , álbumes de fotos -mejor que teléfonos para guardar esas fotos, como su nombre deja bien claro, o también el aparato para hablar a distancia con otras personas se podría llamar teléfoto- recuerdos de naturaleza muy dispar acumulados a lo largo de media vida de no querer despojarse de inútiles objetos que se habían vuelto fetiches, testaferros incongruentes de nuestros recuerdos (de sus recuerdos) que solo poseen ahora un insípido valor testamentario, el de haber sido testigos, tal vez los únicos, de nuestra devaluada existencia de pareja nacida defectuosa: uno de los dos no quiso nacer y esa pequeñez reduce la relación de pareja a una monotonía de soledad y amargura que te hace sentir incompleto, demediado, como un soldado veterano con la mitad de su cuerpo paralizado o perdido y su alma entera calcinada por la incompletitud y los recuerdos voraces de un fuego que no hay modo de apagar. Ni siquiera se mudó ella, nunca superé el temor de hipocondríaco vocacional a que un mismo techo no aguantase el peso existencial de dos personas, al que hay que sumar sus respectivas circunstancias, más la circunstancia novedosa de la nueva relación y los choques y trastazos de todo esa argamasa vital intentando encontrar un punto de equilibrio que aguantase cada día la angustiosa certeza de que durase aquello lo que durase, jamás trascendería al desequilibrio informativo que ella instaló sin preguntar, un silencio contumaz nacido de su compromiso vital a no hablar de temas esenciales para una relación, si es que se busca que perdure hasta que uno de los dos fallezca, como poco)
Esta vida se rige por leyes, de ahí que los techos caigan hacia abajo obedeciendo a la ley de la gravedad. Y no nos engañemos: el peso real que han de soportar los tejados está siempre debajo de estos. Se trata de una especie de campo magnético-vectorial (o tal vez magmático-sinclinal; tiene que ver con un programa de paleogeología que vi en un canal de fenómenos telúricos espeluznantes y no estoy seguro de haber comprendido del todo la compleja rotundidad que introducían los “siempre dispuestos a lucirse” entrevistados, como yo los llamo y ellos a sí mismos “autoridades en la materia”, con su verborrea incontenible de pedantes jerigonzas)…(magnético-vectorial, decía)…generado por los roces continuados de dos almas que se saben solas pero que se aferran a una ilusión de complementariedad premeditada -determinada a priori-, Aunque ansiolítica, incluso aturdidora, cuando no es más que simultaneidad elegida como resguardo contra el frío de la soledad. Pero nuestra ancestral tendencia al autoengaño logra a veces, si no engañarnos del todo, sí confundirnos lo suficiente para echar el día con una apariencia de bobo con perenne y estúpida sonrisa que es en realidad el reflejo corporal de una esperanza obsesiva en que lo de los Reyes Magos fuera de nuevo cierto, y también lo del ratoncito Pérez, y lo de las perdices para toda la vida en la salud y en la enfermedad y todo eso. Algo imposible a lo que aferrarse para, con la ilusión de que sería posible si el autoengaño lograba derribar la línea defensiva de la cordura, echar el día con cierta entereza que era -hoy lo sé- siempre fingida, y mañana será otro día, o el mismo día repetido, como se repiten los malos hábitos y la chicas irresistiblemente malas. También por eso elegimos (¿eligió?) no compartir techo, porque ese peligro de desprendimiento conseguiría amenazar cada día la integridad corpórea de nuestra relación con la inevitabilidad contumaz y cotidiana con que sale el sol cada día, en la alborada, ¿y cuántos días íbamos a estar juntos sin estarlo? Por decirlo para que se me entienda, ya que juntos, juntos… ¿cuánto dura más o menos una relación antes de que el alma comience a enfriarse de nuevo? Es todo muy complicado, especialmente para los cobardes hipocondríacos que nunca quieren, queremos, con el corazón, eso sería imposible, ya que la puñetera verdad, la verdad heladora y desnuda es que los de mi calaña nacemos sin corazón.
Pero, para qué negarlo, me volvían loco sus pecas y las miraba sin pestañear durante un tiempo que nunca acerté a calcular porque era diferente, en su paso, al ritmo de mi reloj, o tal vez no pasaba, sino que se detenía por su cuenta y se paralizaba o congelaba mientras yo la miraba jugando a adivinar los cientos o miles de pequeñas pecas que adornaban su piel y añadían un plus de erotismo a su cuerpo y a su cara pícara y alegre que te atrapaba y era imposible siquiera disimular que ya eras presa en su cacería sutil de pantera silenciosa, embaucadora y letal en el ataque, siempre veloz y preciso, que nunca finalizaba sin una recompensa en sus fauces con la que se alejaba. Y mientras la miraba tan inmóvil como mis ojos de hipnotizado recordaba cada vez que un día supe que era inevitable, por ser en ella un rasgo de instinto, que algún día jugara a cazarme y devorarme en serio, porque nada es más serio que el juego, y ella jugaba a ir en serio usando la mentira como máscara burlesca, esencia de la seriedad más severa. Y bueno, para qué decir más sin repetir lo ya dicho, que es todo lo que sé. Y aquí sigo, entonces y ahora, disecado en mi melancolía, dispuesto a correr el riesgo de pillar algo malo en el alma, y también por culpa de este frío puñetero que no se quiere ir de mi vida.