Me gustaría ser completamente sincero, contar nuestra historia desde mi punto de vista con la tranquilidad que da la honestidad que surge de asumir tu parte de culpabilidad y no la memoria precisa de unos hechos siempre tergiversables. Un amor como el que he sentido por ti es tan esencial que en cualquier vida que se tenga por tal, que tiene el poder de cambiarla si no hubiese existido, vulgarizando por su ausencia esa vida. Hoy, viejo y cansado, con todos los recuerdos tan recientes que aún parecen vivencias, con tantas vivencias amargas y tan pocas felices, con tantas incógnitas y tantos sucesos calamitosos con los que no contábamos, con los que nadie contaba pero que a tantos trastornó, igual que a mí mismo, que fui otro, distinto, enajenado sin darme cuenta y por lo que me culpaste, y ahí nació la causa tal vez de una dolorosa e innecesaria venganza después de que lo nuestro terminara; un amor así debe ser recordado, escrito, narrado, para que los románticos y los escépticos aún jóvenes para experiencias plenas sepan que un amor inmenso no es suficiente para una historia de amor si no se sabe usar para construir con él esa historia. El amor es solo la argamasa, los amantes deben ser los albañiles, y trabajar esa materia prima cruda y desagradable como si fuera la más delicada de las substancias, como si en ello les fuera la vida y ser conscientes de que un pequeño error puede impedir cualquier construcción soñada, porque el aturdimiento de un sentimiento tan fuerte te transporta a irrealidades que solo en sueños pueden existir, es una responsabilidad que los amantes no siempre tienen en cuenta en justa medida, y esa veleidad destruye cualquier intento de vivir con plenitud ese amor naciente o ya nacido. Pero el amor verdadero debe ser vivido, no soñado. Y la vida no es romántica per se, la vida va viniendo a nuestro encuentro tan cruda como solo la realidad puede ser, y los sentimientos extáticos deben ser pasajeros o manifestarse románticamente solo a ratos, esos que la vida nos deja para soñar con una vida menos real o menos cruel o prosaica o indiferente. Quiero decir que el amor romántico debe compaginarse con un día a día cuajado de pequeñeces y mezquindades que suponen, por aburridamente repetidas, un peligro para esa aventura amorosa que aspira a ser eterna, invulnerable a las mezquindades que componen todos los días de esa eternidad. El amor se protege siendo pragmático y celoso, levantando barricadas ante una realidad que lo asedia a diario, que pone a prueba su idealismo extático, su imposible aspiración de felicidad constante a prueba de hechos, su fanatismo optimista, y a veces lo consigue, pocas, fingiendo rutina o cayendo en ella. Eso solo lo averiguan los amantes en el momento amargo de la despedida, del reconocimiento de un fracaso no por intuido deseado. Cuando ese amor que fue el origen de una ilusión de eternidad es vencido por una realidad caduca y cansina, rotunda y vulgar, y los amantes, como los locos, se curan por imposición vital, se puede apreciar (yo al memos sí puedo) cuál de los dos ha creído o ha tenido fe en la posibilidad de una eternidad cierta y de una felicidad constante, en la posibilidad de un amor que como todo amor siempre es contra natura, y suele terminar pro natura. Y lo puedo saber por un motivo tan trivial como falso en apariencia: siempre soy yo. Aunque esa apariencia de falsedad sea una excusa conveniente para la otra persona, casi nunca dotada para un amor verdadero. La vida es sueño, y los sueños, sueños son. Y el amor, transmutado en dolor, ajeno ya a sueños, ilusiones y eternidades, debe ser vivido por el creyente como una herida que que no puede cicatrizar mientras la memoria de los pequeños instantes eternos le impida olvidar que ahora es un amante sin amada, un loco sin manicomio. Un unicornio azul.