Ramiro entró en la librería porque tenía frío. A menudo los grandes sucesos tienen un origen curioso. Pero Ramiro no pensaba en algo tan trascendente, por supuesto, sólo quería resguardarse del húmedo frío de febrero. Escogió un libro al azar, lo abrió y leyó el primer párrafo: “Este es el final del mundo, sigue leyendo y...”. No quiso seguir leyendo; Ramiro sintió aún más frío, decidió salir. Receló de las calles vacías y blancas. Sintió miedo, un miedo inconcreto y a la vez certero. No había gente, corrió sin darse cuenta a lo largo de calles y calles despobladas, calles siempre abarrotadas de personas a esa hora, cada día del año. De repente, tras una cristalera enorme vio gente apelotonada y quieta. Entró, era una librería, la misma de antes u otra cualquiera, presintió que la única ya, o la última, era lo mismo. Comprobó que todas aquellas personas miraban con fijeza la primera página del mismo libro, con tozudez incluso, con la parsimoniosa tozudez que otorga la infinitud demoledora de la eternidad petrificada en sus cuerpos inertes. Le horrorizó la inmovilidad de maniquíes que presentaban los aparentes lectores, caricaturas de una inquieta sabiduría paralizada en el tiempo. Por encima del hombro de uno de ellos advirtió que el libro le resultaba familiar con la insoslayable intimidad erudita de lector concienzudo. Decidió abandonar los modales, aparató de un empujón al lector sobre cuyo hombro miraba, que cayó y se rompió en mil pedazos; Ramiro no se asustó, lo esperaba. Recogió del suelo el libro, intacto y abierto como estaba en las manos del lector de atrezo. Leyó el primer párrafo de aquel libro que a tantos maniquíes hipnotizaba o había hipnotizado, o que a tantos lectores había transubstanciado en cartoné: “Este es el final del mundo, sigue leyendo y...”